martes, 13 de enero de 2009

¿Valle Chicama o Puerto Chicama?


Cuando tenía 19 o 20 años viajé por primera vez a Chicama. Esta playa del norte del Perú tiene la reputación de albergar la ola más larga del mundo, y para mí el viaje era un sueño cumplido. Dos de mis mejores amigos me estaban esperando desde el día anterior, y el viaje por tierra (diez horas en bus) se me hacía interminable. Me habían dicho que en Trujillo debía bajarme del bus y coger otro con dirección a Paiján. Una vez allí, nuevamente debía cambiar de transporte y coger un "colectivo" hasta Chicama, donde me uniría a mis broders.

Cuando el bus llegó a Trujillo desde Lima, le pregunté al conductor si, por esas casualidades de la vida, seguía camino hacia el norte y pasaba cerca de Chicama. -Paso por Chicama mismo-, me dijo el conductor. ¡Qué alegría! Me llevaba por el mismo precio que había pagado. Ya tenía un pequeño triunfo que contar a mis amigos, y me iba a ahorrar un tiempo valioso, además.

En aquella época el grupo terrorista "Sendero Luminoso" había cobrado mucha fuerza en el Perú y extensas zonas en provincias estaban militarizadas. Algunos lugares del norte eran "zona roja", o sea, zonas de extremo peligro donde no se podía circular sin autorización. En un momento dado, el conductor detuvo el bus y me dijo: -¡Ya llegamos! Chicama...- Miré por la ventana y no veía el mar por ningún lado, pero pensé que estaría a la vuelta de la esquina.

Una extraña sensación, sin embargo, me invadía. Cuando bajé del bus, con mi mochila y mi tabla de surf, esa sensación se agudizó. El aire estaba enrarecido, algo no cuadraba...bueno, lo primero que no cuadraba era que, evidentemente, le había errado medio a medio: este lugar estaba en ninguna parte, apto para sembrar semillas, labrar la tierra, qué se yo, pero de surf, nada. Me sentía (y estaba) totalmente fuera de lugar con mi tabla y mi ropa de playa, pero no era sólo eso lo que me intrigaba.

Muy pronto caí en cuenta: en el lugar no había ni un alma. Estaba en la calle principal de un pueblo pequeño, en mitad de mañana, y no volaban ni las moscas. De pronto se me acercó un hombrecillo que se puso a caminar a mi lado y a hablarme sin cesar, entusiasmadísimo con la presencia de lo que debía parecerle un marciano. Yo no le entendía nada , lo que a este campesino le importaba un comino, él lo que quería era hablar, hablar, hablar. A los dos minutos exactos se nos acercó un militar, muy nervioso y armado hasta los dientes, salido también de la nada, que le ordenó a mi nuevo amigo alejarse.

-¿Qué haces aquí?, Esto es zona roja. No puedes estar aquí-, me dijo.
-Estoy buscando Chicama...

Resultó que me habían llevado a Chicama valle, y yo quería ir a Chicama puerto, que en el norte todo el mundo (menos yo) conocía como Malabrigo. El militar me dijo que tenía que irme de inmediato. Detuvo al primer transporte que pasaba por allí que, por suerte, iba a Paiján, así que no tuve ningún problema para seguir camino hasta Malabrigo. Cuando llegué mis amigos estaban saliendo del hostal (¿hostal, digo? esto da para otra historia) ya con sus tablas rumbo a las olas.

Llegué justo a tiempo...¡ahora sí que tenía una historia! Ese día surfeamos cinco horas seguidas, completamente solos, y luego Malabrigo nos regaló uno de los atardeceres más hermosos de nuestras cortas vidas, echando unas risas y unas cervezas...


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