Eduardo Salazar Gallegos
Había escuchado hablar de ella. Yo mismo la había visto a la distancia, a veces envuelta en la bruma, a veces brillando bajo el sol, siempre de lejos, sin posibilidad de acercarme. "Sólo la puedes apreciar en su real dimensión mirándola de frente", me habían dicho. Un amigo había prometido presentármela algún día. Pero, ¿cuándo? ¿Cómo? Y de pronto la llamada, el domingo pasado.
-¿Qué pasa, Albert?
-Nano, te acuerdas de Ízaro? Hoy es el día. ¿Vienes?
Salté de la cama.
-¡Claro! ¿Dónde nos vemos?
Albert me pidió estar en el puerto de Bermeo a la una de la tarde, puntual. Alex, amigo suyo de Bakio, nos invitaba en su pequeña embarcación, los elegidos éramos cinco. Tenía un par de horas para prepararme. ¡Por fin! Íbamos a Ízaro, la isla que está al frente de Mundaka y cuyas olas tienen la reputación de tener mucha fuerza y mover grandes masas de agua. No conocía a nadie que la haya surfeado para pedirle referencias. Se sabe que aun cuando hay mucho mar la ola de la isla aguanta con buena forma, pero Mundaka y otras playas funcionan con las mismas condiciones. Además está el detalle de que se necesita ir en alguna embarcación.
Me fui al "Acanti" (mi playa favorita) a mirar las condiciones y decidir qué equipo usar. Allí un colega me aconsejó llevar "el troncho más grande que tengas". No había un mar exageradamente grande, así que fui a casa, comí un buen desayuno, preparé el equipo y partí a Bermeo. Ya me esperaban los otros, todo nervios y actividad frenética.
-Las condiciones son ideales, no hay casi viento, está soleado y hay un par de metros, dice Albert, que se embute dos pastillas contra el mareo.
-Estoy que me meo, dijo otro.
Cargamos el bote y partimos. En quince minutos ya estábamos allí, a tiempo para ver cómo entraba una serie de ocho olas de buen tamaño. Nos habíamos cambiado en el trayecto así que saltamos al agua y empezamos a surfear, primero con cautela (ninguno de nosotros había estado allí antes) y luego ya disfrutando de esta ola de gran calidad, que nos recibió con los brazos abiertos y nos regaló una sesión mágica de casi tres horas de surf. Hubo de todo: bajadas en el aire, olas larguísimas, series que nos cayeron encima a todos (imposible hacer el duckdive o pasar por debajo de la ola, había que soltar la tabla y rogar que no se rompiera el invento), caídas estrepitosas, miedo, euforia, en fin.... Al final de la tarde nos subimos al bote y emprendimos la vuelta, primero comentando las olas y luego en silencio, con una gran sonrisa. Todo lo que me habían contado de ella era cierto. Pero nada se compara con la magia de mirarla de frente.
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